En la estrada Torrebarria con Pinilla: domingo, 5 de octubre de 2008
(En la entrada anterior explicaba cómo lo abordé en esta estrada y mi presentación.)
Entonces le
explico mis lecturas, el viernes, con su primer volumen de la trilogía, en la playa de Arrigúnaga, un poco después en
La Galea y por la tarde en La Venta. Le hablo también de la visita a La Arboleda, el sábado, leyendo escenas de Roque e Isidora.
“No puedo creerme que hayas venido sólo para eso”, me dice. Y yo: “Pues es el
segundo viaje que hago. El primero fue con mi mujer y, ahora que puedo porque
estoy jubilado, he venido solo”. Veo que tiene la paciencia de escucharme cómo surgió, de improviso, la idea de nuestro primer viaje en 2007 y la realización .
Me
insiste que no sale de su asombro. “No
creas que me pasa cada día que viene alguien y me dice que está visitando
lugares de mis novelas. Me honra que hagas esto. Y a continuación me dice sonriente
y, por lo que oigo, incrédulo: “Pero, ¿de
verdad que has hecho este viaje por mí?”-
Le comento que he leído bastantes libros suyos y que
sé de sus premios literarios. Me sonrío cuando me dice sobre ellos:” Como ya soy viejo,
parece que los dan antes de morir. Pero no saben que ahora los viejos tenemos
una vida larga”. Y
aprovechando su sorna, le comento que me había parecido que en sus novelas
había mucho sentido del humor - algunos diálogos son extraordinarios- y situaciones
que movían a risa y me comenta que sí, que el humor ha sido muy importante en su narrativa.
Seguimos hablando sin movernos de la estrada. (El
hecho de que un escritor al que admiras, te escuche de la manera como lo hacía
él, no me dejaba salir de mi asombro y agradecimiento). Al comentarle que me
gustaría leer sus libros de su ditorial Libropueblo, que eran difíciles de
encontrar en Barcelona, me dice: “Ya
miraré por casa; que me quedan algunos ejemplares”. Entonces le pregunto
por Andanzas de Txiki Baskardo. “Creo que tengo algún ejemplar, pero está
muy roto”, me dice. “Me es igual- le respondo-. Ya lo
encuadernaré”. Entonces me habla de su afición, antes, a encuadernarse los fascículos que iba comprando.
Me pregunta si he leído el libro de Antonio B. el ruso.“Sí,-le contesto-, en la
edición anterior a la de Tusquets, pero no recuerdo la editora. Tenía el título
diferente: Antonio B. el rojo. Y no entiendo por qué le has cambiado el
adjetivo”. Me comenta que con la dictadura podía haber sido perjudicial
para Antonio, personaje real, el
adjetivo ruso por las posibles connotaciones políticas, aunque no
tuviera nada que ver; que el franquismo tenía obsesiones nefastas, me dice.
“¿Y cómo lo conseguiste encontrar?”. Le
explico que lo encontré casualmente en una biblioteca de Mataró; estaba entre
los libros no informatizados y la bibliotecaria me lo proporcionó, junto con Recuerda,oh, recuerda (en edición defectuosa) y Seno, finalista del
premio Planeta del 71.
Todavía estamos hablando
en el sitio donde comienza la estrada. Como me va dando confianza le pregunto a
botepronto: “Por cierto, nos tienes prometida una novela policíaca para desentrañar
un crimen que en la trilogía no lo desvelas”. Me responde: “En febrero se publica la obra”. Y yo:“Estupendo. Pues la estaré esperando con ganas”.
Aparte
de sus obras le hablo de su ateísmo, que no desaprovecha ocasión de defenderlo,
le pregunto por su aversión al nacionalismo (“Soy anacionalista. Estoy en contra de cualquier nacionalismo. El
nacionalismo hace mucho mal a la gente”) y de su pasado comunista y le comento su claro posicionamiento con los mineros oprimidos de las “colinas
rojas” (“Tengo que explicarlo porque la
gente joven no sabe nada de la tremenda explotación en aquellas minas. El
capitalismo vasco tiene gran parte de su origen en esos lugares y años”). Se queda
admirado (y eso me halaga) de lo informado que estoy de su obra y de su persona.
Llevábamos
una hora (ahora que lo recuerdo, ni me lo creo) hablando. Ya eran las doce y él
había salido a comprar el periódico y a dar el paseo matutino por La Galea. Yo
estaba tan embebido hablando, que no era consciente de que le estaba robando
tiempo y de que estaba él, con 85 años, de pie, aguantándome.
Y
entonces, ¡oh destino!, me dice: “Yo
ahora tengo que delinear el día. En casa me está esperando una amiga
periodista. Si quieres, estás aquí a la una y media y comemos juntos en la
playa de Arrigúnaga. El día invita a comer fuera”. Algo aturdido por tanta
amabilidad al escucharme y por el ofrecimiento le digo: “¿En Arrigúnaga?” No tardé ni un segundo en
responder.“Naturalmente que acepto”. Y aunque hubiese hecho un tiempo de perros también habría aceptado y donde él hubiese propuesto.
Me
despido hasta la una y media. Hacía un sol reluciente y cálido, casi quemaba.
¿O era yo el que ardía por dentro? Yo no podía con tanta emoción. Y me lanzo
nervioso al teléfono para decirle a Loles, mi mujer: ¿Sabes con quién voy a
comer dentro de un rato? Pero no hay respuesta a la llamada.
Subo
hasta La Galea para hacer tiempo. Me siento en uno de los bancos
orientados al mar y mientras escribo notas de mi encuentro, voy
mirando el mar salpicado de barquitos de vela. Pero es al reloj al que miro una
y otra vez. Ahora mi mente está en lo que vendrá: ¡la cita a la una y media!